sábado, 7 de marzo de 2009

Educación Responsabilidad y legalidad

Es un honor y una enorme responsabilidad dirigirme a un auditorio interesado en un tema acuciante como es el de la cultura de la legalidad. Más comprometedor aún cuando mis humildes opiniones se vierten ante verdaderos conocedores de la talla intelectual y moral de Don Luigi Ciotti. Procuraré en todo caso, que mi disertación continúe la fructífera senda que iniciara y sigue abriendo desde la Universidad de la Legalidad, el grupo de investigadores y educadores preocupados por el impacto de la criminalidad en nuestras sociedades.
Todos los Estados modernos se fundan sobre una base legal que los estructura y legítima, base que permite la relación de convivencia social; armónica y justa cuando se trata de un estado democrático, funcional e injusta cuando es predemocrático. La legitimidad es así, naturaleza viva de una sociedad o aspiración aún por materializar.
Sin embargo, en ambos casos, la legalidad enfrenta a diario un reto doble: ser fiel reflejo de los anhelos de la sociedad que ha determinado su forma de gobierno, avalado sus instituciones y aceptado sus leyes; y por el otro, mantener en la mente de la sociedad el espíritu de conciencia de lo posible, esto es, que la ley sólo existe cuando se cumple a cabalidad y que no sólo debe ser atendida por los ciudadanos, sino esencialmente por quienes deben ser garantes de la misma: las instituciones del Estado.
Este principio fundamental, lo sabemos históricamente, es el núcleo de la problemática de la humanidad, a saber: la construcción de sociedades justas y equitativas en las que la ley y su hija, la cultura de la legalidad, nos aleje de la concepción marxista de que el derecho es la expresión de los intereses de los detentadores del poder.
El siglo XX fue sin duda de grandes avances en este sentido: el voto a la mujer, elecciones democráticas, el Estado Benefactor, el laicismo en la educación; pero también fue el de las guerras más sangrientas, el de la fría geopolítica que aplasta y desaparece millones de personas; el de las agresiones militares sin más justificación real que la ambición, la depredación económica del mundo y del medio ambiente en beneficio de unas cuantas personas representadas por totémicas empresas trasnacionales.
Un panorama desolador, en suma, donde se oyen al unísono en gran parte del mundo los gritos que exigen democracia, ese valor que se viene construyendo desde la revolución francesa de 1789 y que permanece inconcluso y el grito desesperado de algo previo -filosóficamente hablando- que es el reconocimiento de los derechos humanos.
Apenas en la posguerra, la ONU creó la Comisión de los Derechos Humanos. Sirvió para muy poco. Fue víctima de la propia estructura y naturaleza del organismo: las grandes potencias asentadas en el Consejo de Seguridad, la bloquearon, la manipularon, hicieron que operara para sus propios intereses.
El siglo XX vio atrocidades sin límite y sin fronteras. ¿Qué quedó de la legalidad? ¿Qué aprendimos de los obstáculos que enfrenta? ¿Cuáles es la perspectiva para el siglo que vivimos? ¿Estamos preparados para consolidarla o repetiremos la historia?
De hecho las respuestas son muchas y aún inciertas. Lo que de principio queda claro es que hoy la lucha por la legalidad no sólo es la clásica que se daba en el campo político, pues ya está abiertamente fundado el que en la aspiración de la legalidad, los derechos humanos deben ser la concreción de los conceptos abstractos que la sociedad se planteaba. Aquí se encuentra el meollo del tema: No puede seguirse por el sendero del Estado decimonónico, tutor absoluto de la sociedad; es necesario que la comunidad pequeña, la básica, retome su papel de constructora y protagonista, pues el verdadero cambio vendrá desde las comunidades de base en este siglo.
Pruebas de estas afirmaciones sobran: las Organizaciones No Gubernamentales en todo el mundo, están luchando por la legalidad y por el medio ambiente, se oponen diariamente a la complicidad o desinterés de Estados y corporaciones.
A veces chocan incluso como en el caso de México, con las Comisiones gubernamentales de derechos humanos. Tras estos fenómenos subyace una lectura clara en el sentido de que la sinergia que crecientemente moverá a la sociedad en el siglo XXI, será la sociedad misma, pues el Estado político en el que durante dos centurias le delegó el poder, ha fracasado en más de un sentido.
Nombres que evocan ese fracaso son entre otros Guantánamo, Gaza, los Balcanes y Rhuanda. Estos nombres ponen en entredicho las concepciones ideales del Estado como ente político, hacen evidente la involución de los sistemas políticos hacia concepciones en las que éste no es entidad al servicio de la sociedad sino operador de élites al servicio de intereses de grupo. Tal vez por ello apenas el 15 de marzo del 2006 la Asamblea General de la ONU aprobó por 170 votos, 4 en contra y 3 abstenciones, la creación de Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Esto, para muchos analistas representa el esfuerzo correctivo que los estados nacionales en el mundo, están haciendo para recuperar la legitimidad social tan deteriorada frente a sus sociedades.
Pese a la problemática reseñada, existe una inercia que crece, a tumbos en ocasiones, incipiente en la mayoría de los casos: en la sociedad hay más grupos organizados y cada día que pasa se vuelven más proactivos. El germen de una cultura de la legalidad ampliada por efecto de los golpes de la corrupción, de la criminalidad y de la ineficacia del Estado, crece también por la presencia de los poderes fácticos que son los medios masivos de comunicación.
Frente a la impunidad, la drogadicción, la violencia, la criminalidad, la violación de derechos humanos, la manipulación informativa que padece el mundo, pareciera no haber salida y sin embargo dialécticamente, todos esos factores están impulsando el cambio. Los gobiernos del mundo viven por ejemplo desde hace una treintena de años cuando menos un hecho inusitado: como poder paralelo al del Estado, está el de las agrupaciones criminales.
Los asuntos que antes eran de seguridad pública, se transformaron rápidamente en un tema de seguridad nacional. Con ello se trastocó no solo el clima de tranquilidad social que es obligación prioritaria del Estado, sino que empezó a tergiversarse la naturaleza pues de éste inició tolerando y después compartiendo – casi siempre soterradamente – las actividades criminales de dichos grupos.
Ya eran legendarias la Mafia italiana y la Yakuza en Japón, pero en el último tercio del siglo XX, se les sumaron las Triadas de Hong Kong, la Mafia Rusa, los distintos cárteles colombianos, la Mara Salvatrucha y por supuesto, los cárteles mexicanos y otros más. La magnitud de la amenaza queda reflejada en el hecho de que según el reporte de drogas de la ONU correspondiente al bienio 2005-2006, en el mundo existen 170 millones de consumidores de las llamadas drogas ilegales, 12 millones de personas de dicadas a estas actividades y las ganancias que reportan el tráfico de drogas es de aproximadamente 350 millones de dólares al año.
Estas actividades criminales suponen la existencia de estados dentro del Estado. La prensa diariamente da cuenta de que en algunas naciones, es tal el poder de estas organizaciones que han secuestrado para sí, amplias zonas geográficas, vulnerando con ello los principios definitorios del Estado nacional y creando lo que en muchas partes llaman ya los NarcoEstados. ¿Qué cultura de la legalidad puede existir en semejante entorno?
Ciertamente tal secuestro habla del enorme poderío paramilitar, financiero y de corrupción del crimen organizado. Su presencia implica ya que el monopolio de la violencia como atributo del Estado nacional no existe más, que la capacidad para ejercer el gobierno mediante la interlocución social es endeble por la infiltración de testaferros o la existencia de cómplices dentro del gobierno y cuando las carencias, desinterés e ineficacia de los gobiernos son suplidas en obras para la comunidad por parte de estos grupos, la situación se vuelve aún más grave.
Millones de personas en el mundo son víctimas de este flagelo. Viven la violencia intrínseca de la ilegalidad en forma cotidiana; bastaría conocer las ciudades del norte de México y percatarse de lo que ahí sucede. Diariamente saben en carne propia lo que es la cultura de la ilegalidad y se van acostumbrando a vivir en ella, aunque dialécticamente empiezan a tomar acciones que organizadas, muy probablemente incidan en un cambio de situación. El ¡Ya basta! que empieza a crecer, se traducirá también en acciones políticas expresadas en el voto, e igualmente y esto es lo importante, en grupos ciudadanos que estarán pendientes de gobiernos e instituciones, grupos que con sus manifestaciones y hechos tendrán que regresar a la normalidad de la vida en una verdadera democracia.
Esta última afirmación parecerá utópica pero es real: insisto en mi tesis los modelos del Estado del siglo XXI, pasan necesariamente por la acción proactiva de las comunidades y esto se hará pese a la presencia del poder fáctico de los medios de comunicación, en especial la TV e internet.
Mucha de la violencia y de la cultura de la ilegalidad proviene de este medio. En buena medida, lo que se construye en la mañana en la escuela, lo destruye en la tarde la televisión.
Sin embargo, la internet es una esperanza, pese a que también en este medio abunda la basura, diariamente se gana en el Intercambio personal que posibilita la creación de redes comunitarias en torno a temas específicos e incluso cada ser humano puede hacer prácticamente medios que son consultados, rebatidos, apoyados, complementados.
Sin embargo no se puede hacer frente a la situación cruzados de brazos, por el contrario, se precisa de un esfuerzo colectivo encaminado a revertir la lógica de la ilegalidad y comenzar a dar vida a la institucionalidad consignada en la letra muerta de nuestra profusa legislación.
Es necesario orientar esfuerzos de manera decidida en búsqueda del orden consensual fundamentado en la cooperación, la transparencia y la paz. En este sentido, es difícil pensar en un cambio radical de las instituciones actuales, sin embargo, pequeñas modificaciones pueden abrir el camino de transformaciones importantes que se traduzcan en mayor prosperidad para la sociedad en su conjunto.
Mantener una sociedad que basa sus relaciones en el respeto y el cumplimiento de acuerdos colectivos es un compromiso que necesita de la orientación educativa.
En las aulas de clase se vive la cultura de la legalidad.
Cultura de la legalidad: Existe cuando hay una creencia compartida de que cada persona tiene la responsabilidad individual de ayudar a construir y mantener una sociedad con un Estado de Derecho, Es decir, es imprescindible que las escuelas abran espacios para la promoción de la cultura de la legalidad, en donde los docentes asuman un papel de coordinadores con sus alumnos y en donde se promuevan la crítica, el análisis y la reflexión sobre su entorno social y sobre las leyes.
Si tomamos en cuenta el Programa Nacional de Educación, es necesario construir un programa o proyecto escolar de cultura de la legalidad para que los alumnos reflexionen, analicen y comprendan el porqué de la delincuencia, la violencia y la corrupción en nuestras sociedades y la manera en cómo afectan a la convivencia social y a la democracia.

Los salones de clase son los espacios idóneos para que los alumnos puedan dialogar y generar discusiones en torno a la construcción de esa cultura de la legalidad. En la medida en que los alumnos reflexionen y que ese aprendizaje sea significativo, se irán formando ciudadanos con múltiples capacidades de respeto hacia las leyes, que les servirán para incorporarse a la sociedad y para hacerla dinámica; capaces de apoyar el Estado de Derecho, de participar en el ambiente público y político, y de tener una convivencia pacífica con las otras personas.

Las perspectivas que he planteado, dan cuenta de un panorama preocupante. Frente éste, mantenemos la esperanza viva, la palabra saliendo del corazón y nuestra acción diaria para cumplir nuestro único destino posible si es que no queremos perecer: vivir en la legalidad.
Salvatore Falco
Direttore
CCdEE

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